Cuando ya no les quedaban más lágrimas, la cabra salió al campo en compañía de su hijito. Llegaron al prado y vieron al lobo dormido debajo del árbol. Roncaba tan fuerte que hacía temblar las ramas. La cabra lo observó de cerca y le pareció ver algo que se movía y agitaba en su abultada barriga.

«¡Dios mío! —pensó—, ¿y si son mis hijos que todavía están vivos?»

El cabrito corrió a la casa en busca de tijeras, aguja e hilo. La cabra abrió la panza del lobo, y apenas había empezado a cortar, cuando uno de los cabritos asomó la cabeza. Siguió cortando y saltaron los seis afuera, uno tras otro, todos vivos y sin ninguna lastimadura. El lobo, en su glotonería, los había engullido enteros. ¡Qué emoción! ¡Todos abrazaban a su mamá y saltaban de alegría!

Pero la cabra dijo:

—Ahora traigan piedras. Vamos a llenar con ellas la panza de este malvado.

Los siete cabritos corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga del lobo. La madre cosió la piel con tanta suavidad que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada su siesta, el lobo se levantó. Como las piedras que le llenaban la barriga le daban mucha sed, se encaminó a un pozo para beber. Mientras andaba, las piedras de su panza chocaban entre sí con gran ruido.

Al llegar al pozo, se inclinó para beber, pero el peso de las piedras lo arrastró. Así fue como el lobo cayó al fondo del pozo.

La madre y los siete cabritos bailaron una ronda horas y horas hasta que se hizo de noche y todavía siguieron bailando.

Versión adaptada de los Hermanos Grimm (Alemania).