Poco tiempo después, regresó a casa la mamá. Pero… ¡ay! ¿Qué fue lo que vio? La puerta estaba abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos estaban volcados; el canasto del pan estaba roto en mil pedazos; las mantas y almohadas estaban tiradas por el suelo. Buscó a sus hijitos, pero no aparecieron por ninguna parte. Los llamó a todos por sus nombres, pero ninguno contestó. Hasta que llegó el turno del cabrito más chiquito, que con una voz muy, muy suave, dijo:
—¡Mamita, mamita, estoy en la caja del reloj!
La cabra lo sacó del reloj y el cabrito le contó todo lo que había ocurrido. ¡Con cuánta pena lloraron los dos!