Por eso, sin pensarlo dos veces, ya no quiso ser zorrillo. «Mejor será que me transforme en un mandril», murmuró el zorrillo Diógenes y, en un santiamén, comprobó que se había convertido en un fabuloso mandril.

Transformado en mandril, Diógenes anduvo contento a los saltos por el campo.

Sin embargo, al pasar junto a un lago, en el que se reflejó su nueva figura, le pareció que su cabeza grandota era horrible y que la cola que tenía no era propia de un mandril. «Es tan difícil ser uno mismo cuando se tiene una cola que pertenece a otra bestia…», musitó al tiempo que deseaba transformarse en otro bicho.

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«Me gustaría ser caballo», susurró el mandril Diógenes, y enseguida, como por milagro, se vio transformado en un caballo.

Caballo, lo que se dice un caballo de verdad, Diógenes sintió que no era, pero lo hizo muy feliz retozar por la campiña trotando como un corcel mientras asustaba con sus relinchos a las ovejas dormilonas.

Pero, mientras retozaba galopando como loco, tuvo la mala suerte de caerse al enredar las patas en su larga cola. «¡Mire que es bien difícil ser uno mismo!», gruñó el caballo Diógenes.