Corrió entonces el muy bribón a un panadero y le pidió un poco de pasta para untarse la pata diciendo que la tenía lastimada. Con la pata untada con pasta, el lobo fue al encuentro del molinero y le pidió que le echara harina blanca. El molinero, comprendiendo que el lobo quería engañar a alguien, le dijo que no. Pero el lobo lo amenazó. Le advirtió que si no lo ayudaba, se lo comería. Entonces el molinero se asustó y le blanqueó la pata.
El lobo volvió por tercera vez a la casa de los cabritos y llamó a la puerta:
—Abran, hijitos, soy mamá. Estoy de regreso y les traigo buenas cosas del bosque.
Los cabritos respondieron:
—Muéstranos la pata.
La fiera puso la pata en la ventana. Los cabritos vieron que era blanca y, creyendo en sus palabras, abrieron la puerta. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué terror sintieron los siete cabritos! Buscaron apurados un escondite. El primero se trepó encima de la mesa, el segundo se metió debajo de la cama, el tercero se acurrucó en el cajón de la leña, el cuarto se ocultó adentro de la cocina, el quinto se subió arriba de un estante del armario, el sexto se paró al lado del canasto del pan y el séptimo se escondió en un reloj de pared. El lobo los descubrió uno tras otro y, sin perder ni un segundo, se los comió. Cuando ya no podía comer ni un bocado más, se alejó al trote. En un verde prado, se tumbó a dormir a la sombra de un árbol.